Antes que nada aclaro que lo que
se relatará a continuación no es una leyenda, sino más bien un mito, pero sentí
que para el título quedaba mejor. Este nuevo post va dedicado a todos los que
hemos padecido del mal de amores, aquellos que hemos maldecido al pequeño
querubín inconsciente que nos flecha de sapos y brujas a cada aleteo que da.
Ese diosecillo romano que lleva pañales puestos debido a que siempre la anda…
cagando.
Para aquellos que no están familiarizados
con el mito de Cupido en sí, este post seguramente les hará ver que incluso
Cupido falla en el amor, ya que nunca será del todo perfecto (a juicio de esta
loca escritora, el amor es algo así como un arte perfectamente imperfecto
#SonóReCursi). El Día de San Valentín en muchos lados se festeja como el Día de
los Enamorados, mientras que en otros pasa como una doble jugada (todo esto comercial,
por supuesto) en donde no sólo es el día de los novios y las novias, sino que
también se celebran a los amigos, como en el caso de México; es por eso que el
14 de febrero entra dentro de la línea comercial, a fuerzas tienes que regalar
algo a alguien en este día sino quedas como un avaro zopilote que no gasta ni
un centavo en sus seres queridos.
Esa es la realidad de este día.
Pero, volviendo al título del post, se supone que este día es para celebrar el
amor que el bueno de Cupido nos trajo de la mano de sus flechas y su carcaj.
¡Oh, méndigo diosecillo! Siempre cometiendo tras pies al formar parejas (más
bien crea dis-parejas), pero lo cierto es que en el mito hasta este joven dios
sufrió a causa del amor.
Festejo este día con todos
ustedes compartiéndoles el mito, que seguro empezó como una leyenda, del día en
que el dios del amor la cagó al flecharse a sí mismo. Antes de comenzar aclaro
que es una versión de los autores Potter y Robinson (del libro «Mitos y Leyendas del Mundo»)
donde no sólo se revisa esta historia, sino que nos relata cómo y dónde surgió.
Recordándonos que el verdadero Cupido romano distaba mucho del querubín al que
todos odiamos. Acompáñenme pues, queridos lectores a leer esta historia de
Cupido, el dios joven y gallardo, hijo de Venus, y de su enamorada mortal, la
princesa Psique, y de cómo este amor cayó en tragedia...
Cupido y Psique
...Donde se cuenta cómo una princesa con la belleza de una diosa
descubre que es demasiado humana para casarse con un dios.
El
cuento de Cupido y Psique no es tan viejo como las historias que hasta ahora
hemos leído. La gente lo ha venido contando durante sólo 1800 años. No viene de
Grecia sino de Roma, un antiguo pueblo que hoy conocemos como Italia.
Los
romanos vivieron más tarde que los griegos; algunas de sus historias como la de
Cupido u Psique las inventaron ellos, pero la mayoría les venían de sus
antecesores. A las diosas y dioses griegos les pusieron nombres romanos. A
Zeus, por ejemplo, se le llamaba Júpiter en Roma. En este libro hemos utilizado
los nombres romanos cuando se les conoce mejor que los nombres griegos. La
romana Venus nos resulta más familiar con este nombre que con el griego
Afrodita.
En
esta historia nos encontramos nuevamente con Venus; es la misma orgullosa y
bella diosa de que nos hablan los mitos griegos. Pero su hijo Cupido ha
crecido, ahora es mayor. Los romanos lo representaban como un guapo y gallardo
joven, mucho más cercano al dios del amor que al niñito juguetón. Tarde o
temprano, desde luego, tuvo que surgir un romano que inventara una historia
donde este juvenil Cupido se enamorase de una muchacha humana. Aquí está esa
historia.
CUPIDO
Y PSIQUE En aquellos
días vivía una hermosa y joven princesa con el bello nombre de Psique. Su vida
era grata. Dormía en un lecho suntuoso, entre sábanas de la más rica seda. Con
un chasquido de los dedos el payaso del palacio llegaba para hacerla reír.
Comía en un plato de plata y bebía en un vaso de oro.
Sin embargo, todos
aquellos lujos no hacían feliz a Psique. Pues como les sucede a la mayoría de
las princesas, ella había nacido con los problemas que aquejan a todo el mundo,
y tal vez unos cuantos más.
El problema de Psique
resultaba extraño: era demasiado bonita. Era tan hermosa que los jóvenes no se
atrevían a hablar con ella. Y si acaso ella les hablaba, ellos se sonrojaban,
fijaban la vista en la punta de sus sandalias y se retiraban sonriendo como
bobos. Sus hermanas, que también eran hermosas, no la querían porque ella lo
era mucho más. Hombres y muchachos se volvían para contemplar a Psique en la
calle. Al principio ella no se preocupaba por eso, pero ya se estaba volviendo
fastidioso.
Todos los días se
reunía una multitud frente al palacio. Se suponía que esperaban al Rey, pero
Psique sabía que ese no era el motivo por el que estaba allí: muchas veces
había oído a través de la ventana lo que decían.
—¿Por qué vamos a ir al templo de Venus para adorar
a la belleza? — se preguntaban entre sí—. Aquí hay una criatura más hermosa aún
que la diosa de la belleza. Y con sangre real y roja circulando en sus venas.
¿Será verdad –se preguntaba Psique– que la gente ya
no adoraba a la diosa de la belleza?
Ay, era muy cierto, y nadie lo sabía mejor que la
propia Venus. Cuanta más gente se distanciaba de su templo más se preocupaba la
diosa. Finalmente llegó el día en que nadie entraba al templo de Venus.
La diosa estaba muy enojada.
—¿Me irá a olvidar la gente sólo porque esa niña
tiene una bonita cara? —se preguntó—. No, Psique no tomará tan fácilmente el
lugar de la diosa de la belleza. Le daré motivos para estar avergonzada… ¡muy
avergonzada!
Entonces Venus llamó a su hijo Cupido.
—Esa chiquilla tendrá que ser castigada—dijo Venus—.
En algún lugar de la Tierra debe de encontrarse el más perverso, despreciable y
horrible hombre vivo. Quiero que hagas que Psique se enamore de él.
El atractivo Cupido se preparó para realizar los
deseos de su madre. Tomó de su mano un jarrito con agua mágica: cuando
salpicara con ésta los ojos de Psique, haría que se enamorase de un hombre que
fuera perverso, despreciable y feo. Cupido ató el jarrito en la punta del
carcaj que sostenía sus flechas, luego extendió las blancas alas y coló hacia
la Tierra.
Cupido encontró a la muchacha dormida en su lecho.
Estaba recostada sobre las sábanas de seda. Tenía el brazo izquierdo sobre los
ojos, pues la leve luz de una lámpara alumbraba desde el fondo de la
habitación. El dios entró de puntillas y atravesó silenciosamente el pulido
piso de mármol. Tomó una flecha del carcaj. Con su punta de oro tocó la blanca
piel del hombro de Psique. Ahora tenía que rociar el agua mágica sobre los
cerrados ojos de la princesa, pero antes tendría que quitarle el brazo de la
cara. Sosteniendo la flecha en su mano derecha, tomó con la izquierda el brazo
de Psique y lentamente lo levantó.
¡Qué belleza! Cupido no estaba preparado para tal
hermosura. Dejó caer el brazo de Psique y dio un paso hacia atrás. En su
sorpresa se raspó con la flecha, pero ni siquiera lo advirtió. Su mente estaba
puesta en Psique, no en sí mismo.
¡Cómo! –pensó Cupido–. Ni una diosa puede tener un
rostro tan exquisito, y mucho menos una niña. Con razón Venus estaba enojada…
Esa misma noche Psique tuvo un extraño y maravilloso
sueño. Se figuró que abría los ojos… —¿Sería un roce en la nariz lo que la
despertó? —y se encontró mirando a los ojos de un hombre que sólo podía
pertenecer al mundo de los sueños. Bucles de un castaño luminoso caían sobre su
ancha frente. Su atractivo rostro parecía brillar con propia luz. Una amable
sonrisa se dibujaba en las comisuras de la boca, y sus ojos eran tan azules
como el mismo cielo. Entre ellos Psique sintió que no sólo podía ver el mundo
entero, sino el paraíso.
Psique no tenía ni idea del tiempo que estuvo
mirando esos ojos. Pero finalmente el hombre del sueño empezó a alejarse.
—Espérame— dijo él con una suave voz y con los ojos
todavía puestos en ella. Ahora estaba desapareciendo más rápidamente—.
Espérame—repitió.
Psique se incorporó de súbito y se sentó en la cama,
bien despierta. Pero el hombre había desaparecido.
Psique despertó esa mañana mucho más feliz. Ya no
volvió a preocuparse por los jóvenes. Era suficientemente para ella esperar al
hombre de su sueño. Se rehusó a salir donde la gente pudiese verla, excepto
cuando la cubría la oscuridad de la noche. Poco a poco la gente que esperaba
frente al palacio para poder verla perdió la esperanza de que apareciese. Los
devotos regresaron al templo de Venus.
Psique permanecía sosegadamente en su palacio.
Pasaba la mayor parte del tiempo leyendo; se interesaba por las maravillas de
la Roma moderna y por las costumbres de los antiguos griegos. Así pasaron meses
y años. El rey se empezó a preocupar por encontrarle un esposo. Pero Psique
sonreía. Jamás le relató a nadie su sueño secreto.
Una noche de verano Psique subió hasta la cima de la
colina cercana al palacio. Le gustaba buscar la soledad de la noche y sentir la
brisa que hacía revolotear su cabello. Alzó la vista hacia el cielo para mirar
las miríadas de las estrellas, pero el planeta Venus no estaba en su sitio.
Eso la alegró, pues había empezado a aborrecer a
Venus.
«¿Por qué la gente adora a Venus? —se preguntó—. Si
supieran lo que significa ser bella odiarían a la diosa de la hermosura en vez
de amarla. No, no es fácil ser hermosa. El problema es que todos ven únicamente
la parte de afuera, sin darse cuenta de que la belleza es como un caracol en el
que habita el verdadero yo.»
Mientras Psique estaba de pie en la cima de la
colina, con la mente absorta en preguntas y los ojos interrogantes, sucedió una
cosa extraña. Un apacible viento la elevó lentamente de la tierra. Su roce era
tan suave que no sintió miedo. La transportaba con delicada ligereza, y pronto
la posó sobre una cama de blando césped. Psique no podía ver nada en la
oscuridad, pero seguía sin tener miedo. El dulce olor de las flores y el alegre
sonido de un arroyo cercano le daban la sensación de que no estaba sola. Cerró
los ojos y pronto se quedó dormida.
Cuando despertó se encontró descansando sobre la
tierra cerca de un magnífico palacio. Estaba construido con un brillante metal
que Psique jamás había visto. No era plata ni oro, sino un metal azul.
Supo entonces al momento que aquel edificio no
estaba hecho por manos humanas, sino que era el feliz hogar de algún dios.
¿Podía entrar en él? Psique no lo sabía. Pero pronto
se dio cuenta de que sus pies la llevaban hacia las altas puertas. Luego, como
por arte de magia, las puertas se abrieron solas. Psique entró a una sala
inmensa. Las paredes estaban cubiertas con dibujos de toda clase de animales,
pintados con exquisito arte. Sobre el pulido piso estaban distribuidas diversas
estatuas de dioses.
Siguiendo adelante, Psique llegó a una mesa de
comedor dispuesta para una sola persona. Sobre ella había un jarro de rica
leche y una manzana que parecía demasiado hermosa para ser real. Tomó la
manzana y la mordió con precaución. Era real, y Psique se dio cuenta de que
tenía hambre.
La muchacha pasó el resto del día caminando por el
palacio. Vagó a través de centenares de lujosas habitaciones y atravesó cuartos
y más cuartos todos llenos de magníficos tesoros de arte. Todo lo que se
encontraba a su paso la llenaba de alegría. Cuando se puso el Sol llegó hasta
otra mesa de comedor. Como la primera, ésta estaba dispuesta para una sola
persona, pero había sobre ella más alimento del que una persona podía comer.
Vio tres calientes costillas de cordero, una inmensa y blanca nube de puré de
papas, cuatro clases de vegetales desconocidos para ella y un gran plato de
fresas con crema. Todo parecía estar tan bueno que Psique se sentó inmediatamente
a comer, aunque sólo había visto hasta entonces una pequeña parte del palacio.
Después de todo habría un mañana y un pasado mañana y un día después de ése. Y
cuando lo hubiese visto todo, podría empezar otra vez desde el principio.
Mientras Psique comía contemplaba la más hermosa
puesta de Sol que jamás había visto. Las nubes que flotaban al oeste cambiaban
de la tonalidad escarlata al rosa y al dorado. De pronto la oscuridad cayó
sobre la estancia. Psique pensó que así, con esa rapidez, llegaba la noche en
el norte, según había leído en sus libros. Estaba ya todo tan oscuro que no se
distinguían los restos de comida que estaban en la mesa.
Exactamente cuando el último rayo de luz desapareció
del cielo, Psique sintió una respiración detrás de su cuello. Volvió la cabeza,
pero en la oscuridad sólo pudo ver una sombra cerca de ella. Y entonces una
suave voz que parecía salir del aire dijo.
—Gracias, Psique. Gracias por haber esperado.
Mientras tanto una fuerte mano tomaba las de ella en
la oscuridad; Psique sabía que esa voz era la misma que había escuchado
solamente una vez en su vida… hacía mucho tiempo, en un sueño…
Durante varios minutos Psique no dijo nada. No
quería romper el encanto al hablar. Pero al fin no pudo contener su pregunta
más tiempo.
—¿Quién eres? —murmuró en la oscuridad—. Por favor,
dime tu nombre.
—Mi nombre no lo debes saber nunca— fue la respuesta
que llegó nuevamente a su oído—. Y nunca deberás ver tampoco mi rostro.
—¡Cómo! —exclamó Psique. Nunca habría de ver la cara
del hombre de su sueño.
—¿Hay algo que desees que no esté aquí en el palacio
azul? —inquirió la gentil voz.
Psique reflexionó un momento.
—No— dijo blandamente.
—¿Dudas de mi amor?
—No.
—¿Es que no confías en mí?
—¡Sí! —gritó Psique—. Oh, sí.
—Entonces, por favor—dijo la voz— nunca trates de
verme. Es todo lo que quiero, quiero que me ames como a un hombre no como a tu
amo.
Esto complació a Psique por un tiempo… pero por poco
tiempo. Según pasaban los días deseaba cada vez más poder ver a su esposo. Pero
él llegaba tan sólo con la oscuridad y se iba velozmente antes de que llegase
la primera luz del alba. La necesidad de Psique de contemplar a su esposo
empezó a producirle pensamientos extraños. Durante las largas horas de espera a
la luz del día, ella pensaba que si su esposo no era ni dios ni hombre, tal vez
fuese un horrible monstruo, pues no encontraba otra razón por la cual él se
escondiera ante sus ojos. Pero luego, durante la noche, tales pensamientos
parecían imposibles. Psique se recostaba despierta y se recriminaba por
pensarlo, pero cada vez aumentaba su deseo de verle.
Finalmente no pudo soportarlo más. Un día escondió
una vela bajo la cama. Cuando lo recordó esa noche, se rio de sí misma por
haber sido tan desconfiada. Pero el sueño se rehusaba a llegar; sus esperanzas
y temores la mantenían despierta. ¿Qué daño haría prender una vela? Una mirada
y estaría segura por el resto de su vida. Pronto la primera y tenue luz de la
aurora comenzó a surgir por oriente. Si no se apresuraba él se iría. Alcanzó la
vela; mientras sus dedos la tomaban planeó lo que haría.
Se levantó de la cama y fue hasta el hogar en busca
de una brasa; su mano temblaba mientras encendía la vela. Luego se dirigió
hacia donde se oía la profunda respiración de su marido, al otro lado de la
habitación.
A la escaza luz de la vela Psique contempló los
castaños bucles y el hermoso rostro del hombre de su sueño. ¡Y qué fuerte era!
Entonces notó que algo brillaba en la pared, justamente encima de la cabeza de
su esposo. Parecía de oro y lo era: un carcaj de flechas con puntas de oro y un
arco.
¡Era Cupido, el dios del amor! Ni siquiera en sus
sueños más audaces había Psique imaginado tal cosa. Manteniendo la vela cerca
del rostro del dios, se inclinó para verle de más cerca. Y una gota de cera
caliente cayó sobre el brazo de Cupido.
En un instante los ojos de Cupido se abrieron
ampliamente, mirándola.
Sin decir una palabra brincó al otro lado de la
cama; luego, tomó su arco y su carcaj de la pared, se fue. Había suficiente luz
en la habitación para que Psique le viese desaparecer por la puerta.
—¡Espera! —gritó ella y salió precipitadamente del
cuarto; siguió el sonido de sus pasos por las escaleras y por los largos
corredores que conducían fuera del palacio.
—¡Espera! ¡Espera!
De pronto Cupido se detuvo en su camino. Se volvió
hacia Psique. Ella quería echarle los brazos alrededor de sus fuertes hombros,
pero la mirada de su esposo le dijo que permaneciera donde estaba.
—Adiós, Psique—dijo Cupido. Su voz era dura y fría,
pero Psique advirtió también en ella un matiz de tristeza—. Después de haber
dejado a mi madre y haberte hecho mi esposa, ¿es de ésta forma en que confiaste
en mí? El amor y la desconfianza no pueden vivir en la misma casa, Psique. Así
que el dios del amor debe partir.
Al tiempo en que Psique le miraba con ojos turbios
por las lágrimas, Cupido parecía desaparecer en el aire de la mañana. Ella corrió
unos cuantos pasos tras él, pero cayó de frente sobre el suave pasto.
Cuando se le terminaron las lágrimas levantó la
cabeza y miró alrededor. Pero el palacio no estaba en ningún lugar visible.
Parecía haber desaparecido con el dios del amor. Se encontró ella misma en la
cima de la colima cercana a su casa donde había estado de pie cuando el gentil
viendo la elevó sobre sus pies. Era muy temprano, y sólo el planeta Venus seguía
ahí iluminando los cielos.
¿Eran las lágrimas en los ojos de Psique? ¿Era una ilusión
de la mente? ¿O realmente el planeta Venus la miró guiñándole un ojo?
* * *
La historia de Cupido y Psique no termina aquí, por lo que si realmente quieren leerla completa les recomiendo busquen en libros de mitología romana, o bien compren el libro «Mitos y Leyendas del Mundo» de estos dos increíbles autores que recopilan no sólo mitos romanos y griegos, sino también leyendas de distintos lados del mundo (una de mis favoritas es la de «Sir Gawain y el Caballero Verde», ya que es uno de los relatos de la leyenda artúrica en su totalidad).
Por otro lado pasemos a analizar la
historia que leímos recién. Creo que más allá de las posturas que se tomen la
moraleja es que nadie escapa del mal de amores y que sólo la confianza y la
lealtad son capaces de hacer que el amor perdure casi eternamente. Si aparecen
las dudas, el camino de la pareja se torna pesado, la desconfianza toma terreno
y se generan las rupturas que a veces parecen tan trágicas como lo que relata
el mito de Cupido y Psique.
Es extraño que sean pocas las personas
que hoy recuerden que Cupido no era un
niño travieso, sino más bien un dios joven, algo torpe pero de buen corazón.
Leal a su madre (cuando un hombre no ame a su madre, sólo queda una cosa:
desconfiar, convengamos que los hombres son tan hijos de mamá como las nenas
son hijas de papi –ojo a veces ha y excepciones a la regla, pero por lo general
siempre ha sido de esta forma –), tanto que accede a tomar venganza. El tiro –
no hay palabra más adecuada, a excepción tal vez de “flechazo” – le sale por la culata y se enamora, como tantos dioses
romanos y griegos de una humana, de una mujer terrenal la cual tiene las mismas
inquietudes que cualquier mortal que se vea expuesto a una situación como la
que ella tiene que afrontar. Como todo mito tiene sus tintes exagerados, pero
esto demuestra que desde los tiempos remotos el amor juvenil siempre tendrá
tropiezos.
A veces se confía demasiado en alguien
a que no nos ama de la misma manera, que duda. Eso es lo que hace que el mito
de Cupido se convierta en uno de mis mitos favoritos, porque el amor, después
de todo, es sólo un arte humano. En otras palabras, el amor siempre será perfectamente
imperfecto.
Hasta aquí llega el post de hoy,
espero que lo hayan disfrutado al leerlo, tanto como yo al escribirlo. Y es que
era hora de que no sólo les compartiera mis opiniones sobre libros. El día lo
ameritaba y en la semana me acordé mucho de este personaje romano, que en algún
punto de nuestra vida nos ha cagado al flecharnos con sapos, renacuajos o
cualquier otra criatura de procedencia medio dudosa. Pero lo cierto es que,
retomando un poco el mito de Cupido y Psique, sólo cuando llegue la persona
correcta, esa imperfección de la que les hablo, será perfecta.
Creo que me puse algo romanticona, así
que mejor le paro antes de que derroche azúcar por todos lados.
Nos leemos en el siguiente post.
¡Feliz San Valentín!
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