sábado, 15 de febrero de 2014

CUENTA LA LEYENDA... QUE CUPIDO TAMBIÉN LA CAGÓ CON ÉL MISMO

Antes que nada aclaro que lo que se relatará a continuación no es una leyenda, sino más bien un mito, pero sentí que para el título quedaba mejor. Este nuevo post va dedicado a todos los que hemos padecido del mal de amores, aquellos que hemos maldecido al pequeño querubín inconsciente que nos flecha de sapos y brujas a cada aleteo que da. Ese diosecillo romano que lleva pañales puestos debido a que siempre la anda… cagando.

Para aquellos que no están familiarizados con el mito de Cupido en sí, este post seguramente les hará ver que incluso Cupido falla en el amor, ya que nunca será del todo perfecto (a juicio de esta loca escritora, el amor es algo así como un arte perfectamente imperfecto #SonóReCursi). El Día de San Valentín en muchos lados se festeja como el Día de los Enamorados, mientras que en otros pasa como una doble jugada (todo esto comercial, por supuesto) en donde no sólo es el día de los novios y las novias, sino que también se celebran a los amigos, como en el caso de México; es por eso que el 14 de febrero entra dentro de la línea comercial, a fuerzas tienes que regalar algo a alguien en este día sino quedas como un avaro zopilote que no gasta ni un centavo en sus seres queridos.

Esa es la realidad de este día. Pero, volviendo al título del post, se supone que este día es para celebrar el amor que el bueno de Cupido nos trajo de la mano de sus flechas y su carcaj. ¡Oh, méndigo diosecillo! Siempre cometiendo tras pies al formar parejas (más bien crea dis-parejas), pero lo cierto es que en el mito hasta este joven dios sufrió a causa del amor.

Festejo este día con todos ustedes compartiéndoles el mito, que seguro empezó como una leyenda, del día en que el dios del amor la cagó al flecharse a sí mismo. Antes de comenzar aclaro que es una versión de los autores Potter y Robinson (del libro «Mitos y Leyendas del Mundo») donde no sólo se revisa esta historia, sino que nos relata cómo y dónde surgió. Recordándonos que el verdadero Cupido romano distaba mucho del querubín al que todos odiamos. Acompáñenme pues, queridos lectores a leer esta historia de Cupido, el dios joven y gallardo, hijo de Venus, y de su enamorada mortal, la princesa Psique, y de cómo este amor cayó en tragedia...



Cupido y Psique

...Donde se cuenta cómo una princesa con la belleza de una diosa descubre que es demasiado humana para casarse con un dios.

El cuento de Cupido y Psique no es tan viejo como las historias que hasta ahora hemos leído. La gente lo ha venido contando durante sólo 1800 años. No viene de Grecia sino de Roma, un antiguo pueblo que hoy conocemos como Italia.
Los romanos vivieron más tarde que los griegos; algunas de sus historias como la de Cupido u Psique las inventaron ellos, pero la mayoría les venían de sus antecesores. A las diosas y dioses griegos les pusieron nombres romanos. A Zeus, por ejemplo, se le llamaba Júpiter en Roma. En este libro hemos utilizado los nombres romanos cuando se les conoce mejor que los nombres griegos. La romana Venus nos resulta más familiar con este nombre que con el griego Afrodita.
En esta historia nos encontramos nuevamente con Venus; es la misma orgullosa y bella diosa de que nos hablan los mitos griegos. Pero su hijo Cupido ha crecido, ahora es mayor. Los romanos lo representaban como un guapo y gallardo joven, mucho más cercano al dios del amor que al niñito juguetón. Tarde o temprano, desde luego, tuvo que surgir un romano que inventara una historia donde este juvenil Cupido se enamorase de una muchacha humana. Aquí está esa historia.
CUPIDO Y PSIQUE    En aquellos días vivía una hermosa y joven princesa con el bello nombre de Psique. Su vida era grata. Dormía en un lecho suntuoso, entre sábanas de la más rica seda. Con un chasquido de los dedos el payaso del palacio llegaba para hacerla reír. Comía en un plato de plata y bebía en un vaso de oro.

Sin embargo, todos aquellos lujos no hacían feliz a Psique. Pues como les sucede a la mayoría de las princesas, ella había nacido con los problemas que aquejan a todo el mundo, y tal vez unos cuantos más.

El problema de Psique resultaba extraño: era demasiado bonita. Era tan hermosa que los jóvenes no se atrevían a hablar con ella. Y si acaso ella les hablaba, ellos se sonrojaban, fijaban la vista en la punta de sus sandalias y se retiraban sonriendo como bobos. Sus hermanas, que también eran hermosas, no la querían porque ella lo era mucho más. Hombres y muchachos se volvían para contemplar a Psique en la calle. Al principio ella no se preocupaba por eso, pero ya se estaba volviendo fastidioso.

Todos los días se reunía una multitud frente al palacio. Se suponía que esperaban al Rey, pero Psique sabía que ese no era el motivo por el que estaba allí: muchas veces había oído a través de la ventana lo que decían.

—¿Por qué vamos a ir al templo de Venus para adorar a la belleza? — se preguntaban entre sí—. Aquí hay una criatura más hermosa aún que la diosa de la belleza. Y con sangre real y roja circulando en sus venas.

¿Será verdad –se preguntaba Psique– que la gente ya no adoraba a la diosa de la belleza?

Ay, era muy cierto, y nadie lo sabía mejor que la propia Venus. Cuanta más gente se distanciaba de su templo más se preocupaba la diosa. Finalmente llegó el día en que nadie entraba al templo de Venus.

La diosa estaba muy enojada.

—¿Me irá a olvidar la gente sólo porque esa niña tiene una bonita cara? —se preguntó—. No, Psique no tomará tan fácilmente el lugar de la diosa de la belleza. Le daré motivos para estar avergonzada… ¡muy avergonzada!

Entonces Venus llamó a su hijo Cupido.

—Esa chiquilla tendrá que ser castigada—dijo Venus—. En algún lugar de la Tierra debe de encontrarse el más perverso, despreciable y horrible hombre vivo. Quiero que hagas que Psique se enamore de él.

El atractivo Cupido se preparó para realizar los deseos de su madre. Tomó de su mano un jarrito con agua mágica: cuando salpicara con ésta los ojos de Psique, haría que se enamorase de un hombre que fuera perverso, despreciable y feo. Cupido ató el jarrito en la punta del carcaj que sostenía sus flechas, luego extendió las blancas alas y coló hacia la Tierra.

Cupido encontró a la muchacha dormida en su lecho. Estaba recostada sobre las sábanas de seda. Tenía el brazo izquierdo sobre los ojos, pues la leve luz de una lámpara alumbraba desde el fondo de la habitación. El dios entró de puntillas y atravesó silenciosamente el pulido piso de mármol. Tomó una flecha del carcaj. Con su punta de oro tocó la blanca piel del hombro de Psique. Ahora tenía que rociar el agua mágica sobre los cerrados ojos de la princesa, pero antes tendría que quitarle el brazo de la cara. Sosteniendo la flecha en su mano derecha, tomó con la izquierda el brazo de Psique y lentamente lo levantó.

¡Qué belleza! Cupido no estaba preparado para tal hermosura. Dejó caer el brazo de Psique y dio un paso hacia atrás. En su sorpresa se raspó con la flecha, pero ni siquiera lo advirtió. Su mente estaba puesta en Psique, no en sí mismo.

¡Cómo! –pensó Cupido–. Ni una diosa puede tener un rostro tan exquisito, y mucho menos una niña. Con razón Venus estaba enojada…

Esa misma noche Psique tuvo un extraño y maravilloso sueño. Se figuró que abría los ojos… —¿Sería un roce en la nariz lo que la despertó? —y se encontró mirando a los ojos de un hombre que sólo podía pertenecer al mundo de los sueños. Bucles de un castaño luminoso caían sobre su ancha frente. Su atractivo rostro parecía brillar con propia luz. Una amable sonrisa se dibujaba en las comisuras de la boca, y sus ojos eran tan azules como el mismo cielo. Entre ellos Psique sintió que no sólo podía ver el mundo entero, sino el paraíso.

Psique no tenía ni idea del tiempo que estuvo mirando esos ojos. Pero finalmente el hombre del sueño empezó a alejarse.

—Espérame— dijo él con una suave voz y con los ojos todavía puestos en ella. Ahora estaba desapareciendo más rápidamente—. Espérame—repitió.

Psique se incorporó de súbito y se sentó en la cama, bien despierta. Pero el hombre había desaparecido.

Psique despertó esa mañana mucho más feliz. Ya no volvió a preocuparse por los jóvenes. Era suficientemente para ella esperar al hombre de su sueño. Se rehusó a salir donde la gente pudiese verla, excepto cuando la cubría la oscuridad de la noche. Poco a poco la gente que esperaba frente al palacio para poder verla perdió la esperanza de que apareciese. Los devotos regresaron al templo de Venus.

Psique permanecía sosegadamente en su palacio. Pasaba la mayor parte del tiempo leyendo; se interesaba por las maravillas de la Roma moderna y por las costumbres de los antiguos griegos. Así pasaron meses y años. El rey se empezó a preocupar por encontrarle un esposo. Pero Psique sonreía. Jamás le relató a nadie su sueño secreto.

Una noche de verano Psique subió hasta la cima de la colina cercana al palacio. Le gustaba buscar la soledad de la noche y sentir la brisa que hacía revolotear su cabello. Alzó la vista hacia el cielo para mirar las miríadas de las estrellas, pero el planeta Venus no estaba en su sitio.

Eso la alegró, pues había empezado a aborrecer a Venus.

«¿Por qué la gente adora a Venus? —se preguntó—. Si supieran lo que significa ser bella odiarían a la diosa de la hermosura en vez de amarla. No, no es fácil ser hermosa. El problema es que todos ven únicamente la parte de afuera, sin darse cuenta de que la belleza es como un caracol en el que habita el verdadero yo.»

Mientras Psique estaba de pie en la cima de la colina, con la mente absorta en preguntas y los ojos interrogantes, sucedió una cosa extraña. Un apacible viento la elevó lentamente de la tierra. Su roce era tan suave que no sintió miedo. La transportaba con delicada ligereza, y pronto la posó sobre una cama de blando césped. Psique no podía ver nada en la oscuridad, pero seguía sin tener miedo. El dulce olor de las flores y el alegre sonido de un arroyo cercano le daban la sensación de que no estaba sola. Cerró los ojos y pronto se quedó dormida.

Cuando despertó se encontró descansando sobre la tierra cerca de un magnífico palacio. Estaba construido con un brillante metal que Psique jamás había visto. No era plata ni oro, sino un metal azul.

Supo entonces al momento que aquel edificio no estaba hecho por manos humanas, sino que era el feliz hogar de algún dios.

¿Podía entrar en él? Psique no lo sabía. Pero pronto se dio cuenta de que sus pies la llevaban hacia las altas puertas. Luego, como por arte de magia, las puertas se abrieron solas. Psique entró a una sala inmensa. Las paredes estaban cubiertas con dibujos de toda clase de animales, pintados con exquisito arte. Sobre el pulido piso estaban distribuidas diversas estatuas de dioses.

Siguiendo adelante, Psique llegó a una mesa de comedor dispuesta para una sola persona. Sobre ella había un jarro de rica leche y una manzana que parecía demasiado hermosa para ser real. Tomó la manzana y la mordió con precaución. Era real, y Psique se dio cuenta de que tenía hambre.

La muchacha pasó el resto del día caminando por el palacio. Vagó a través de centenares de lujosas habitaciones y atravesó cuartos y más cuartos todos llenos de magníficos tesoros de arte. Todo lo que se encontraba a su paso la llenaba de alegría. Cuando se puso el Sol llegó hasta otra mesa de comedor. Como la primera, ésta estaba dispuesta para una sola persona, pero había sobre ella más alimento del que una persona podía comer. Vio tres calientes costillas de cordero, una inmensa y blanca nube de puré de papas, cuatro clases de vegetales desconocidos para ella y un gran plato de fresas con crema. Todo parecía estar tan bueno que Psique se sentó inmediatamente a comer, aunque sólo había visto hasta entonces una pequeña parte del palacio. Después de todo habría un mañana y un pasado mañana y un día después de ése. Y cuando lo hubiese visto todo, podría empezar otra vez desde el principio.

Mientras Psique comía contemplaba la más hermosa puesta de Sol que jamás había visto. Las nubes que flotaban al oeste cambiaban de la tonalidad escarlata al rosa y al dorado. De pronto la oscuridad cayó sobre la estancia. Psique pensó que así, con esa rapidez, llegaba la noche en el norte, según había leído en sus libros. Estaba ya todo tan oscuro que no se distinguían los restos de comida que estaban en la mesa.

Exactamente cuando el último rayo de luz desapareció del cielo, Psique sintió una respiración detrás de su cuello. Volvió la cabeza, pero en la oscuridad sólo pudo ver una sombra cerca de ella. Y entonces una suave voz que parecía salir del aire dijo.

—Gracias, Psique. Gracias por haber esperado.

Mientras tanto una fuerte mano tomaba las de ella en la oscuridad; Psique sabía que esa voz era la misma que había escuchado solamente una vez en su vida… hacía mucho tiempo, en un sueño…

Durante varios minutos Psique no dijo nada. No quería romper el encanto al hablar. Pero al fin no pudo contener su pregunta más tiempo.

—¿Quién eres? —murmuró en la oscuridad—. Por favor, dime tu nombre.

—Mi nombre no lo debes saber nunca— fue la respuesta que llegó nuevamente a su oído—. Y nunca deberás ver tampoco mi rostro.

—¡Cómo! —exclamó Psique. Nunca habría de ver la cara del hombre de su sueño.

—¿Hay algo que desees que no esté aquí en el palacio azul? —inquirió la gentil voz.

Psique reflexionó un momento.

—No— dijo blandamente.

—¿Dudas de mi amor?

—No.

—¿Es que no confías en mí?

—¡Sí! —gritó Psique—. Oh, sí.

—Entonces, por favor—dijo la voz— nunca trates de verme. Es todo lo que quiero, quiero que me ames como a un hombre no como a tu amo.

Esto complació a Psique por un tiempo… pero por poco tiempo. Según pasaban los días deseaba cada vez más poder ver a su esposo. Pero él llegaba tan sólo con la oscuridad y se iba velozmente antes de que llegase la primera luz del alba. La necesidad de Psique de contemplar a su esposo empezó a producirle pensamientos extraños. Durante las largas horas de espera a la luz del día, ella pensaba que si su esposo no era ni dios ni hombre, tal vez fuese un horrible monstruo, pues no encontraba otra razón por la cual él se escondiera ante sus ojos. Pero luego, durante la noche, tales pensamientos parecían imposibles. Psique se recostaba despierta y se recriminaba por pensarlo, pero cada vez aumentaba su deseo de verle.

Finalmente no pudo soportarlo más. Un día escondió una vela bajo la cama. Cuando lo recordó esa noche, se rio de sí misma por haber sido tan desconfiada. Pero el sueño se rehusaba a llegar; sus esperanzas y temores la mantenían despierta. ¿Qué daño haría prender una vela? Una mirada y estaría segura por el resto de su vida. Pronto la primera y tenue luz de la aurora comenzó a surgir por oriente. Si no se apresuraba él se iría. Alcanzó la vela; mientras sus dedos la tomaban planeó lo que haría.

Se levantó de la cama y fue hasta el hogar en busca de una brasa; su mano temblaba mientras encendía la vela. Luego se dirigió hacia donde se oía la profunda respiración de su marido, al otro lado de la habitación.

A la escaza luz de la vela Psique contempló los castaños bucles y el hermoso rostro del hombre de su sueño. ¡Y qué fuerte era! Entonces notó que algo brillaba en la pared, justamente encima de la cabeza de su esposo. Parecía de oro y lo era: un carcaj de flechas con puntas de oro y un arco.

¡Era Cupido, el dios del amor! Ni siquiera en sus sueños más audaces había Psique imaginado tal cosa. Manteniendo la vela cerca del rostro del dios, se inclinó para verle de más cerca. Y una gota de cera caliente cayó sobre el brazo de Cupido.

En un instante los ojos de Cupido se abrieron ampliamente, mirándola.

Sin decir una palabra brincó al otro lado de la cama; luego, tomó su arco y su carcaj de la pared, se fue. Había suficiente luz en la habitación para que Psique le viese desaparecer por la puerta.

—¡Espera! —gritó ella y salió precipitadamente del cuarto; siguió el sonido de sus pasos por las escaleras y por los largos corredores que conducían fuera del palacio.

—¡Espera! ¡Espera!

De pronto Cupido se detuvo en su camino. Se volvió hacia Psique. Ella quería echarle los brazos alrededor de sus fuertes hombros, pero la mirada de su esposo le dijo que permaneciera donde estaba.

—Adiós, Psique—dijo Cupido. Su voz era dura y fría, pero Psique advirtió también en ella un matiz de tristeza—. Después de haber dejado a mi madre y haberte hecho mi esposa, ¿es de ésta forma en que confiaste en mí? El amor y la desconfianza no pueden vivir en la misma casa, Psique. Así que el dios del amor debe partir.

Al tiempo en que Psique le miraba con ojos turbios por las lágrimas, Cupido parecía desaparecer en el aire de la mañana. Ella corrió unos cuantos pasos tras él, pero cayó de frente sobre el suave pasto.

Cuando se le terminaron las lágrimas levantó la cabeza y miró alrededor. Pero el palacio no estaba en ningún lugar visible. Parecía haber desaparecido con el dios del amor. Se encontró ella misma en la cima de la colima cercana a su casa donde había estado de pie cuando el gentil viendo la elevó sobre sus pies. Era muy temprano, y sólo el planeta Venus seguía ahí iluminando los cielos.


¿Eran las lágrimas en los ojos de Psique? ¿Era una ilusión de la mente? ¿O realmente el planeta Venus la miró guiñándole un ojo?
* * *

La historia de Cupido y Psique no termina aquí, por lo que si realmente quieren leerla completa les recomiendo busquen en libros de mitología romana, o bien compren el libro «Mitos y Leyendas del Mundo» de estos dos increíbles autores que recopilan no sólo mitos romanos y griegos, sino también leyendas de distintos lados del mundo (una de mis favoritas es la de «Sir Gawain y el Caballero Verde», ya que es uno de los relatos de la leyenda artúrica en su totalidad).

Por otro lado pasemos a analizar la historia que leímos recién. Creo que más allá de las posturas que se tomen la moraleja es que nadie escapa del mal de amores y que sólo la confianza y la lealtad son capaces de hacer que el amor perdure casi eternamente. Si aparecen las dudas, el camino de la pareja se torna pesado, la desconfianza toma terreno y se generan las rupturas que a veces parecen tan trágicas como lo que relata el mito de Cupido y Psique.

Es extraño que sean pocas las personas que hoy  recuerden que Cupido no era un niño travieso, sino más bien un dios joven, algo torpe pero de buen corazón. Leal a su madre (cuando un hombre no ame a su madre, sólo queda una cosa: desconfiar, convengamos que los hombres son tan hijos de mamá como las nenas son hijas de papi –ojo a veces ha y excepciones a la regla, pero por lo general siempre ha sido de esta forma –), tanto que accede a tomar venganza. El tiro – no hay palabra más adecuada, a excepción tal vez de “flechazo” – le sale por la culata y se enamora, como tantos dioses romanos y griegos de una humana, de una mujer terrenal la cual tiene las mismas inquietudes que cualquier mortal que se vea expuesto a una situación como la que ella tiene que afrontar. Como todo mito tiene sus tintes exagerados, pero esto demuestra que desde los tiempos remotos el amor juvenil siempre tendrá tropiezos.

A veces se confía demasiado en alguien a que no nos ama de la misma manera, que duda. Eso es lo que hace que el mito de Cupido se convierta en uno de mis mitos favoritos, porque el amor, después de todo, es sólo un arte humano. En otras palabras, el amor siempre será perfectamente imperfecto.

Hasta aquí llega el post de hoy, espero que lo hayan disfrutado al leerlo, tanto como yo al escribirlo. Y es que era hora de que no sólo les compartiera mis opiniones sobre libros. El día lo ameritaba y en la semana me acordé mucho de este personaje romano, que en algún punto de nuestra vida nos ha cagado al flecharnos con sapos, renacuajos o cualquier otra criatura de procedencia medio dudosa. Pero lo cierto es que, retomando un poco el mito de Cupido y Psique, sólo cuando llegue la persona correcta, esa imperfección de la que les hablo, será perfecta.

Creo que me puse algo romanticona, así que mejor le paro antes de que derroche azúcar por todos lados.
Nos leemos en el siguiente post.


¡Feliz San Valentín!

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